Una fiesta clandestina, sin permisos y convocada a golpe de redes sociales, ha logrado reunir entre 300 y 400 personas en pleno corazón de Cantabria, desafiando a las autoridades, a la ley y al más mínimo sentido común.
El balance es demoledor: 27 conductores cazados bajo los efectos de las drogas en los controles de la Guardia Civil desplegados en los accesos.
Un dato que hiela la sangre y que confirma lo que todo el mundo sospechaba: lo que allí se vivió fue un cóctel explosivo de alcohol, sustancias y peligro al volante.
El desalojo avanza con cuentagotas. Aunque ya se desmontaron las barras y el escenario improvisado, todavía resisten en la zona alrededor de un centenar de personas y medio centenar de vehículos, negándose a dar por terminado un “festival” que jamás debió empezar.
El delegado del Gobierno en Cantabria, Pedro Casares, trataba de lanzar un mensaje de calma asegurando que “el episodio está a punto de darse por finalizado”.
Sin embargo, la realidad es que durante días Valdáliga ha tenido que soportar un foco de inseguridad ciudadana sin precedentes, con accesos cerrados por la Guardia Civil y vecinos asistiendo atónitos a cómo una cantera se transformaba en una discoteca ilegal a cielo abierto.
Los organizadores ya han sido localizados y se enfrentan a sanciones de hasta 600.000 euros, mientras que los participantes podrían recibir multas que oscilan entre 150 y 30.000 euros.
La empresa concesionaria de la cantera, harta de ver su terreno convertido en un festival de drogas y ruido, ya ha interpuesto una demanda por la ocupación ilegal.
La comparación con el macrobotellón de El Puntal no se ha hecho esperar, pero Casares lo zanjó con contundencia: “Son cosas muy distintas”.
La diferencia, según él, es que en la playa no existe ordenanza municipal que prohíba beber.
Una explicación que deja en evidencia la desigual vara de medir de las instituciones, y que plantea una pregunta inevitable: ¿qué habría pasado si esta rave no hubiera sido frenada a tiempo?

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